domingo, mayo 28, 2023

"La emancipación de los trabajadores será obra de los propios trabajadores"

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Cuentos Interculturales ( Eliseo Cañulef Martínez)

CANILLO

Eliseo Cañulef Martínez

Otros, en cambio, lo tomaron como un descalabro en el orden natural de las cosas y se cuidaron de visitar al matrimonio para no pegarse los miasmas de la desgracia. Llevaban cuatro años criándolo sin contratiempos, y aprendía todo con tal facilidad que nadie dudó jamás que llegaría a ser un mapuche legítimo cuando terminara de crecer. Tenía buen apetito y desde que nació nunca se le conoció malestar alguno. Ni siquiera cuando le aparecieron los dientes.

El matrimonio de ancianos renovó tanto la energía que se les vio desde entonces levantarse al amanecer y acostarse muy entrada la noche. El niño era buen comedor y obligaba a duplicar los rindes de los cultivos para mantenerlo nutrido. Habían fatigado tanto la huerta con siembras fuera de sitio, que el viejo tuvo que atravesar la quebrada para desmalezar un retazo de vega donde cultivar una chacra al otro lado del ñadi,  pues el niño no había dejado dormir las últimas noches con gemidos de calenturas y se pensaba que era a causa del hambre.

El mundo permanecía al margen de tales desventuras. El cielo y la tierra seguían haciéndose guiños de sol y lluvia, y las vegas, que en invierno fulguraban de inundaciones, se habían convertido en florido territorio nupcial de chiquemas y coliguachos desde el inicio de la primavera. La luz era tan activa al mediodía, que cuando el viejo regresó a la casa después de haber destripado terrones al otro lado del humedal, le costó trabajo ver qué era lo que movía la olla de guiso fiambre colgada en el horcón más alto de la casa. Tuvo que parpadear muchas veces para descubrir que era algo así como un ser humano estirado como una culebra de elástico, que a pesar de sus grandes esfuerzos no podía despegar su mano atorada en el horcón, porque se lo impedía la blandura de sus huesos.

Asustado por aquella visión de pesadilla, el viejo corrió en busca de su mujer, que estaba  recolectando los últimos choclos tullidos de la huerta, y la llevó hasta la casa. Ambos observaron el cuerpo estirado con un callado estupor. Estaba en pelotas. Le quedaban apenas unas hilachas de ropa colgando del cuello y otras pegadas a los tobillos, y su lastimosa  condición de culebra lo había desprovisto de toda prestancia humana. Sus manos, aunque delgadas y diminutas, estaban enganchadas para siempre en el horcón. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que el viejo y su mujer se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en lengua originaria y con la voz de su propio hijo de cuatro años. Fue así como pasaron por alto el inconveniente del estiramiento, y concluyeron con muy buen juicio que era el hijo engendrado en la vejez que ambos criaban. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una machi vecina que sabía todas las cosas de la vida y de la muerte, y a ella le bastó con una mirada para confirmarles sus sospechas.

–Es Canillo –les dijo–. Seguro que se metió espíritu de muerto en el niño cuando lo destetaron. Ha pasado otras veces, pero tiene remedio.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa del matrimonio de viejos tenían cautivo un «fenómeno» de carne y hueso. Contra el criterio de la machi, para quien Canillo era un peligroso devorador de sementeras que sólo podía ser controlado por Huenteyao en su reino marino de Pucatrihue, no habían tenido corazón para desterrarlo y decidieron conservarlo cautivo a la espera de que llegara otra machi más antigua y sabia que habían mandado traer, con la esperanza de que tuviera el poder para disociar al niño del espíritu de muerto. El viejo y su mujer estuvieron vigilándolo toda la tarde desde el fogón, armados con garrotes de atizar brasas. Pero antes de medianoche sucumbieron a la compasión. Mientras la vieja sostenía el garrote en ristre por las dudas, su marido ató a Canillo por los tobillos con  un balso carretero que amarró a un poste de la casa, y encaramándose sobre la mesa le destrabó las manos del horcón.  Antes del amanecer la culebra de elástico se había dormido enroscada en el suelo y comenzó a encogerse como una babosa puesta en ceniza a vista y paciencia del matrimonio. Poco antes del amanecer el viejo y su mujer habían relajado la vigilancia y cabeceaban a ratos por la porfía del sueño.   Poco después el fenómeno convertido de nuevo en niño despertó contento y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron soltarle los tobillos, lo acostaron en su cama y se acostaron a dormir para reponerse pues recordaron que tenían que recibir a  la machi más poderosa y sabia que habían mandado  llamar.  Pero cuando despertaron con el alboroto, encontraron a todo el vecindario que había desbaratado la casa para abrir rendijas por donde mirar al fenómeno, y al no encontrarlo colgando del horcón como lo vio la machi vecina, siguieron desbaratando las paredes de pura rabia. Cuando los moradores de la casa terminaron de despertar sólo quedaban los postes y algunas piltrafas de tablas que apenas si aminoraban malamente las inclemencias del clima.

La machi antigua y sabia  llegó antes de que oscureciera alarmada por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos de los cuatro confines de la tierra, y habían traído toda clase de comestibles para probar en los hechos la voracidad de Canillo. Los de más lejos llegaron con cutamas de catutos y tortillas de rescoldo, y los de más cerca con caballos  cargados de cereales crudos que arrojaron inmisericordes al interior de la casa. Cuando el niño empezó a comer el viejo y su mujer  intentaron detenerlo, y cuando no pudieron trataron de arrojar los alimentos al patio, pero renunciaron cuando los vecinos del lugar  llegaron con carretas llenas de sacos de trigo y de papas. A la hora que llegó la machi antigua y sabia el niño se había convertido en un renacuajo gigante que seguía devorando y creciendo y mientras más comía más crecía a lo largo y a lo ancho hasta el punto de que se le desbarataron las ropas y se quedó en cueros. Los curiosos de más lejos comentaron que creció como tres cuartas después de comerse los catutos y las tortillas de rescoldo que ellos trajeron, los más cercanos dijeron que aumentó dos codos cuando se engulló los cereales crudos traídos en caballos, y los del lugar estaban seguros que aumentó una brazada cuando devoró las carretadas de trigo y de papas. Pero la machi antigua y sabia, que antes de ser machi  había sido cebadora de cerdos, ignoró los comentarios y se abrió paso entre la muchedumbre. Asomada a las rendijas repasó un instante sus conocimientos para estos casos, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca  a aquel engendro de pesadumbre que más parecía un guarisapo inflado a punto de explotar.

Estaba echado en un rincón, tapándose con las manos sus vergüenzas, entre las corontas de choclo y las sobras de cereales  que le habían tirado los curiosos. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de renacuajo y murmuró algo ininteligible cuando la machi antigua y sabia entró en la casa y le dio las buenas tardes. Ella tuvo la primera sospecha de que el asunto era grave al comprobar que fingía no entender la lengua originaria para no saludar como es debido. Luego observó que visto de cerca resultaba más animal que humano: tenía un insoportable olor de ciénaga, la enorme cabeza  sembrada de pelos recios como quilinejas y la comisura de los labios embadurnada de colgajos malolientes por tanta comida llevada a la boca, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la dignidad de la naturaleza de los humanos. Entonces abandonó la casa, y con un breve discurso previno a los curiosos contra los riesgos de hacer experimentos con criaturas de  orígenes inciertos. Les recordó que el espíritu de muerto se había metido en cuerpos humanos otras veces y había causado hambrunas terribles en el pasado pues tiene tantas hambres atrasadas que es capaz de devorarse una sementera completa en una sola noche.  Argumentó que si bien ella sabía cómo sacar del niño al espíritu de muerto, no tenía la  fuerza humana que se necesita en estos casos.  Sin embargo, prometió ir a parlamentar con el cacique de la jurisdicción, para que éste hablara con el cacique principal de la comarca, de modo que el veredicto final  viniera de las autoridades más altas. Su prudencia no alcanzó a conjurar el descalabro. La noticia del devorador cautivo se divulgó con tanta rapidez que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de los mil diablos, y tuvieron que llamar a Millalicán con su tropa de lanceros  para espantar al tumulto que no paraba  de arrojar víveres adentro de la casa. La vieja, con el espinazo torcido de tanto tirar escobazos para mantener a Canillo en su rincón alejado de los alimentos, pudo entonces tener ayuda para apilar los víveres en el otro extremo de la casa.

El cacique principal llamó a junta general y respondieron a su llamado desde  Mariquina por el norte hasta la isla grande de Chiloé por el sur, y hasta  del otro lado de la cordillera nevada.  Los mensajeros volvieron con el aviso de la pronta llegada de cada delegación para que se pudieran hacer los arreglos de estadía de acuerdo a la importancia de la estirpe originaria de cada cacique.  También trajeron la promesa de los caciques de traer especialistas de la más variada competencia en artes y poderes sobrenaturales: una machi que conjuró la erupción del volcán Antuco, un machi que detuvo el incendio que en el último verano casi arrasa con la vegetación completa de Chiloé, otro que acabó con la sequía  que asoló el valle central desde Maullín hasta Loncoche, otra machi que hizo invisibles a los guerreros de Maulicán en la batalla de las Cangrejeras, y muchos otros de menor maestría en artes sobrenaturales, pero todos con experiencia probada en resolver asuntos cotidianos. En medio de aquel desorden que debiera haber descalabrado sus vidas, el viejo y su mujer estaban felices de cansancio, porque el cacique principal se hizo cargo de todo y ellos en menos de una semana atiborraron de cereales los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos cargados de bastimentos que esperaban su turno para comprobar la voracidad de Canillo, llegaba hasta el otro lado del río por el este y más allá del cerro Trentren  por el oeste.

Canillo era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su rincón, aturdido por el calor de infierno de los rayos de sol ardiente que entraban mañana y tarde por las rendijas gigantes abiertas por los furiosos del primer día. Al principio trataron de que comiera guisos de yuyo tierno, que, de acuerdo con la sabiduría de la machi antigua, era el alimento específico para calmar el hambre del espíritu de muerto y mantener nutrido al niño. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los guisos de todas clases que le llevaron las mujeres cuando cumplió dos meses sin recibir alimento, y muchos se preguntaban por qué seguía creciendo y engordando. Hasta que la machi antigua y sabia en una nueva visita descubrió que las ataduras de cuero vivo no tenían la virtud de anular su poder de modificar su cuerpo a voluntad y en las noches, cuando nadie lo estaba viendo, achicaba una de sus manos hasta que podía sacarla del lazo que la ataba, luego la estiraba hasta el otro extremo de la casa, cogía los alimentos allí apilados y después de llevárselos a la boca volvía a meter la mano en la atadura. Desde entonces lo mantuvieron amarrado con lazos de ñocha. Su única virtud humana parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le amarraron cada pie y cada mano a los esquineros de la casa,  y los más osados le arrancaban mechones de pelo para fertilizar las sementeras, y hasta los más piadosos le pinchaban las costillas con colihues tratando de que se volteara para verlo por lado y lado. La única vez que consiguieron sacarlo de quicio fue cuando le tiraron un balde de agua fría, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lenguaje obsceno y con los ojos en lágrimas, y dio un par de resoplidos  que provocaron un remolino gigante, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque  nadie estaba seguro de si su reacción  había sido de rabia o de miedo, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era un rasgo de su carácter sino la calma pasajera de un vendaval en reposo.

La machi antigua y sabia asistida por Millalicán, sargento fogueado en la campaña de Pelantaro contra los invasores castellanos, se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración antigua mientras llegaban los caciques con sus especialistas a decidir el destino del  cautivo. Pero el viaje de las comitivas estaba desprovisto de toda urgencia. El tiempo se les iba en atravesar montañas, sortear lagunas, chapalear pantanos y abrir caminos por selvas vírgenes. De modo que cuando las primeras comitivas llegaron había comenzado el invierno y ya las inclemencias del clima habían dado una tregua a las tribulaciones de la machi porque hasta los curiosos más pertinaces habían sido puestos en fuga por la rudeza de la lluvia.

Las últimas delegaciones llegaron un día antes del solsticio de invierno y se desentendieron de Canillo después de mirarlo un rato porque al día siguiente había de comenzar la celebración del año nuevo y todo el mundo trabajaba en los preparativos de una fiesta que había de durar cuatro días, la más esperada de la comarca porque se hacían las rogativas más grandes, las ceremonias más solemnes y los regocijos públicos de más estruendo, con toda clase de agasajos familiares en las casas del vecindario, con baños purificadores en agua corriente al amanecer y estreno de ropas nuevas, de modo que nadie se quedara sin recibir los beneficios renovadores que el nuevo año había de traer.

Al amanecer, cuando llegaba a su fin la noche más larga de todas, una gran rogativa dio inicio a los festejos: la machi antigua y sabia echó al viento el tañer de su cultrún y cantó plegarias solemnes a las divinidades antiguas. Después entró en trance sagrado, vinculó su espíritu con la región primordial donde están los que ya murieron y convocó a los más sabios que allí moraban  para que se unieran a la fiesta. Enseguida les prestó su voz para que por su boca esparcieran sus consejos de buena siembra sobre la muchedumbre. Uno de ellos, poderoso y experimentado cacique de más de mil años, dijo: «Canillo debe ser apresado con huachis de colihue y debe ser llevado a Pucatrihue por el jefe guerrero de mayor prestigio antes de que maduren las sementeras». Otro con más sabiduría aconsejó: «Hay que hacerlo al principio de la primavera porque al comenzar el verano los guerreros tendrán que combatir a los invasores que han levantado un pucará de cancagua en Chauracahuiñ». Al despuntar el alba se dijeron las plegarias para la buena siembra y mejor cosecha, a media mañana se comieron las meriendas fiambres preparadas con todo esmero y al comenzar la tarde los asados al fogón de la mejor carne, para terminar en la tarde, poco antes de oscurecer, con las danzas ceremoniales antiguas de mayor prestigio. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan urgentes vaticinios, sustrajo de la memoria el asunto de Canillo por cuatro días. De modo que  cuando fueron a buscarlo a la casa donde lo habían dejado atado de pies y manos solo encontraron los pedazos de lazo de ñocha colgando de los postes y de la comida apilada en el extremo de la casa no había ni rastros.

Los dueños de la casa solo tuvieron que lamentar la pérdida del hijo que según la machi antigua y sabia  ya no podría ser disociado del espíritu de muerto aunque lograran encontrar a Canillo una vez que terminaran las lluvias. Con los víveres recolectados de los curiosos habían podido llenar la despensa y hasta los dormitorios. Nada parecía amenazar el dominio de la abundancia hasta que en la primavera comenzaron a aparecer en los sembrados grandes boquerones de sementera cegados como si un ventarrón los hubiera arrancado de cuajo.  Para entonces todas las delegaciones ya habían retornado a sus respectivos dominios de modo que el cacique de la jurisdicción junto con el cacique principal de la comarca, ayudados por la machi antigua y sabia, se encargaron de preparar la captura del devorador de sementeras para conjurar el peligro de la hambruna.

Elaboraron un instructivo con las recomendaciones dichas por el cacique de más de mil años por boca de la machi el día del año nuevo, y encargaron a Millalicán y sus lanceros la búsqueda del fugitivo en todas las quebradas de la comarca y hasta en los confines de la selva. El viejo y su mujer, que conocían mejor la parte humana de Canillo, con muy buen juicio recomendaron buscarlo primero entre los temos y las pataguas del estero Folilco. Pero nadie hizo caso de sus recomendaciones creyendo que aún tenían nostalgia del hijo y querían retardar la búsqueda para darle tiempo de escapar. De modo que cuando al final de tres semanas de búsqueda regresó Millalicán con sus lanceros sin siquiera haber divisado el rastro de Canillo, el viejo le dijo que no fuera necio y buscara en el estero. Molesto por la arrogancia del viejo, el jefe militar se levantó al día siguiente y apenas hubo saltado dos de los muchos pequeños chorrillos de agua turbia que corrían por entre las raíces de los árboles, divisó las pisadas descomunales dejadas por el devorador de sementeras en el cieno del estero Folilco.  La captura fue sencilla pues Canillo pesaba tanto que apenas si se había logrado poner de pie cuando ya los guerreros de Millalican lo tenían atado como un fardo con lazos de cuero vivo. Lo difícil fue sacarlo del estero. Tuvieron que hacer un desmonte de media cuadra para poder sacarlo en una carreta de rastra tirada por cinco yuntas de bueyes y todavía tuvieron que ayudarlas con cuerdas atadas a los peguales de veinte caballos.

El traslado del cautivo hasta Pucatrihue demoró cinco meses y hasta pudo haber sido imposible de no ser porque el cacique principal de la comarca acabó por asumir la conducción personal del asunto. A dos semanas de haberlo sacado del estero el cortejo carcelario de Canillo había avanzado menos de media legua por las continuas maquinaciones ocultas del cautivo que había aprendido a multiplicar su propio peso a voluntad. Los ejes de luma de la  carreta más tardaban en ser puestos que en desgastarse y quebrarse pese a ser lubricados constantemente con hojas tiernas de maqui. Millalicán, que era hombre de acciones rápidas, terminó por perder la paciencia  y en castigo por la tozudez de la demora  condenó al cautivo a sufrir en cueros las inclemencias del clima.  Así estaba el mediodía en que el cacique principal visitó el campamento y con muy buen ojo descubrió enseguida que el cautivo convertía en peso la falta de compasión de sus carceleros, puesto que mientras más lo castigaban más pesado se iba volviendo. Ordenó poner varas de coilihue a manera de huachis en la carreta y sobre ellas un toldo de mantas y pieles de oveja y personalmente le dio una ración de agua fresca. Fue así como esa misma tarde, cerca del atardecer  Canillo había perdido completamente la facultad de controlar su propio  peso y la comitiva pudo avanzar casi media legua por las lomas de Cunamo sin que el eje de la carreta acusara más desgaste que lo normal.

Como en aquel entonces la selva virgen comenzaba en los faldeos de Purrehuín, los lanceros de Millalicán debieron construir una carretera. Se demoraron dos meses en trasmontar la serranía y un mes más para llegar al río Contaco donde levantaron campamento para reponerse de la dureza del trabajo.   En todo ese tiempo, desprovisto de la abundancia y con solo la ración que Millalicán dispuso para él,  Canillo había recobrado la envergadura de un hombre común. Entonces el jefe guerrero decidió llevarlo a caballo para acortar los días de viaje, pero apenas hubo sido sacado de la carreta Canillo recobró su antigua facultad de estirarse y empequeñecerse a voluntad aunque lo mantuvo en secreto hasta que llegaron a pernoctar a media legua del estero Rucapihuel. Aunque lo dejaron amarrado como un fardo con lazos de cuero vivo, aprovechó el sueño de los lanceros para empequeñecerse y escurrir el cuerpo de las ataduras, pero su gran apetito lo entretuvo saqueando los víveres de las alforjas el tiempo justo para que  Millalicán volviera del sueño y lo descubriera.

Reducirlo no fue fácil y más difícil todavía fue mantenerlo amarrado porque apenas se descuidaban volvía a reducirse de tamaño para escurrirse de las ataduras como una serpiente. Así estuvieron el resto de la noche hasta que los primeros resplandores del alba aparecieron sobre los picachos de la montaña nevada. Sólo en ese momento uno de los lanceros recordó las palabras del cacique de mil años y pusieron huachis  de varas de colihue sobre el cuerpo amarrado de Canillo quién en ese mismo instante volvió a perder la facultad de modificar su cuerpo a voluntad. Entonces Millalicán ordenó construir una angarilla cubierta de huachis atados con voqui a los varales y metieron al cautivo atado como un fardo. Fue así como al día siguiente pudieron  llegar a Pucatrihue poco antes de que oscureciera.

Huenteyao se hizo cargo del cautivo. Lo metió en el mar y pronunció sobre él un encanto que le impidió volver a pisar la tierra seca. Varias veces intentó salir a la playa, pero cada vez que pisaba sobre la arena seca un tirón invisible lo mandaba de nuevo al agua. Para consolarlo de su aflicción le dio una de sus hijas con la que llegó a tener tres hijos. Pero con el tiempo Canillo se volvió huraño y sacaba su rabia castigando a su mujer y a sus hijos lo que terminó por enfurecer a Huenteyao que un día, de una sola patada, lo mandó por los aires hasta el otro lado del valle. Hubo gente que lo vio cruzar echando chispas por entre la neblina y otros que lo vieron caer en las aguas de la laguna de Rupanco convertido en toro.  Desde entonces se le ha visto en las noches de luna llena pastar en la orilla, en el lugar que se llama El Encanto. Dicen que estira el cuello hasta varios metros para alcanzar la hierba pues aun no puede pisar tierra seca.

 

NGENCÓ

Eliseo Cañulef Martínez

La madre de Chalguán tuvo que invertir mucho tiempo y esfuerzo en arrepentimiento por haberlo dejado ir a pescar la mañana que cumplió catorce años. Dos años antes le había sido asignada la tarea de bajar al río para pescar truchas cada vez que su madre lo consintiera, lo que no solía ocurrir muy a menudo. Ella sabía del atolondrado arrojo del muchacho que con frecuencia lo hacía ir más lejos de lo que debía y hasta podía recordar un par de ocasiones en que lo había reprendido por actuar con desobediencia. Por eso tenía el temor recóndito de que se excediera en la cantidad de truchas permitidas, o que omitiera pedir el permiso como es debido a Ngencó, el dueño del agua, tal como se lo enseñó su padre cuando lo llevó a pescar al río por primera vez.

Ella sabía, como todos en la familia, que Ngencó era generoso mientras se sacara del río lo justo para el consumo y que solía cobrar muy caro a quienes se dejaban llevar por la codicia. El dueño del agua tenía una fama bien ganada de ser severo en eso, así que ella tenía el temor de que Chalguán en su atolondramiento sobrepasara el límite y le ocurriera una desgracia. Por eso durante la última luna no había dejado que bajara al río, pero él insistió tanto esa mañana que terminó por convencerla. De todas maneras estuvo largo rato aconsejándolo y todavía le remarcó a gritos cuando él ya iba bajando por el sendero del murtal:

—Sólo tres truchas grandes, cinco medianas o siete más pequeñas. Ni una más.

—Sí mamá —le gritó él antes de perderse detrás de las matas de murta.

Fue la última vez que lo vio. Cuando no llegó al mediodía con las truchas para el almuerzo toda la familia bajó a buscarlo. A la orilla de la correntada donde siempre solía pescar encontraron el arpón y la pilgua llena con truchas robustas, así es que supusieron que había dado la pesca por concluida. Como sabían que era aficionado a los pepinos de copihue pensaron que a lo mejor andaba río abajo y lo llamaron a gritos, y cuando nadie respondió volvieron a gritar río arriba hasta que se convencieron de que tampoco andaba por ese rumbo. Fue después de eso que su madre abrió la pilgua y contó las truchas. Eran doce y de las más robustas que crecían en el río. Entonces tuvo la revelación abrumadora de que había sido llevado al fondo de la reveza profunda por el dueño del agua. Un dolor malvado le atravesó el corazón y se puso a llorar a gritos. Con lo poco que podía ver desde el otro lado de las lágrimas, que le llenaban los ojos, agarró la pilgua y vació las truchas en el río clamándole a Ngencó que le devolviera a su hijo, pero nada consiguió. De modo que la llevaron a la casa y lloraron con ella todos en la familia y todavía vinieron muchas familias del vecindario para ayudarla en su aflicción.

Para tener la seguridad de que Chalguán no hubiera desaparecido por otras causas esculcaron las dos riveras del río a lo largo y a lo ancho con perros de probada destreza en este tipo de desapariciones. Y para confirmar las sospechas de la madre trajeron a un pelomtufe, persona entendida en comunicaciones con guardianes espirituales de la naturaleza, quien después de mucho trabajo logró sacarle a Ngencó la confesión de que al muchacho lo había tomado por motivos de codicia y que lo tenía en la morada subacuática, al fondo de la reveza profunda, donde no le faltaba nada para seguir viviendo como es debido.

Después de eso la familia pudo por fin tener un poco de conformidad aunque a la madre el recuerdo del hijo perdido le dejó para siempre una grieta en el corazón. Muchos años después, cuando el tiempo le había comenzado a volver rugosa la piel y cenicientos los cabellos, todavía esperaba verlo aparecer por el camino del murtal trayendo las truchas para el almuerzo.

Fuente: Libro «Hazañas del Fogón», publicado por Ediciones LER  Año 2018

 

 

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